KAFKA Y EL MAL COTIDIANO
Ha sido una mañana de viernes espléndida, en un espacio para compartir ideas y hacer dialogar saberes para el bien común. Luego una tertulia animada con amigos. Una belleza de día. Se enriquece el alma. Nada me anticipa que tendré que lidiar con el matrimonio perfecto del mal y el absurdo, nada me prepara para lo que vendrá.
Llego al lugar y no está. ¿Lo he perdido? ¿Lo han robado? No es ni tan pequeño para esfumarse, ni tan autónomo como para irse solo. ¿Será que falla mi mente y no recuerdo dónde se quedó? ¿Lo abandoné? ¿Qué hice mal?
Estoy atónito, pero calmado. No doy crédito, poco me falta para cerrar los ojos y abrirlos de nuevo con la esperanza que aparezca. Es una situación completamente absurda. Respondo al absurdo con el absurdo, me provoca preocupación y risa. No puede ser. Dudo hasta de mis facultades mentales. ¿Será que ya llegó el momento de desconfiar de mí mismo? ¿Estará en otra parte y no me acuerdo? …
No. Revivo todo, paso a paso. Estoy seguro. Recuerdo bien que estaba aquí.
¿Me robaron? No puede ser, con tanta gente alrededor. ¿Quién se atrevería? O ¿quizás sí? Existen delincuentes temerarios y los tiempos son difíciles, además, se acerca el fin de año.
¿Qué hacer? ¿Pedir ayuda? ¿A quién?
No me gusta andar molestando…
Pregunto a unas personas que trabajan a unos metros, me dan información valiosa.
Regreso sobre mis pasos.
Unos amigos me aconsejan qué hacer. Todavía no he comprendido que el mal social cotidiano, absurdo y simple, me lleva ventaja, forma parte de los entretelones del contexto, se mimetiza en las personas, las instituciones y las acciones para que no se note su presencia.
El mal puede ser inmenso, intensional, reconocible y repudiable. El genocidio y el asesinato son males de esa estirpe, que despierta alerta social, repudio y reacciones de todo tipo y desde todas partes. Hannah Arendt nos enseña que incluso ese mal visible y delictivo se puede banalizar. Pero no es el caso. El mal a que me enfrento es pequeño y miserable, carece de intencionalidad manifiesta, se nutre de silencio, omisión, rencores y frustraciones, no tiene rostro, además se disfraza y utiliza el absurdo como máscara… Es el mal que anda por ahí, como prestado, insignificante y cotidiano, que se ejecuta por iguales y entre iguales como una especie de venganza incompleta y compartida. Kafka es de los pocos que lo hizo visible en sus escritos, de forma descarnada mediante una autopsia sistemática.
Llovizna, camino y llego al lugar donde espero me ayuden. Saludo. El absurdo y el mal llegaron antes, ya están instalados, quien sabe desde cuándo, y me reciben con frases frías y breves. No se regalan, van mostrando su rostro poco a poco. Hay que esperar.
Espero.
Me atienden pasados unos quince minutos. Me expreso. Me escuchan y preguntan. No hay respuestas ni valoraciones, ni empatía ni humanidad. Me mandan a sentar. Debo esperar.
Espero.
Pasa un tiempo incontable, incómodo. No hay comunicación. Intento hacer contacto visual. Hay ojos, pero no hay mirada. Adam sin desempacar seguramente fue más expresivo con el Charlie de McEwan.
Me levanto, miro el celular. ¡Doble error! Me regañan, no se puede, hay que permanecer sentado y no se puede sacar del bolsillo el celular. Creía que nadie me miraba, pero estaban atentos. ¿Me vigilaban? ¿Es disciplina?, ¿Solo fue casualidad? Mejor no lo intento nuevamente.
El absurdo va y viene a sus anchas.
Para contrarrestar la nada pienso. En los días de apagones interminables en los noventa desarrollé una técnica protectora y evasiva: mentalizaba el polo norte, hielo, nieve, y silencio. Continuaba el ejercicio de ensoñación hasta que me dormía, pues a temperaturas bajo cero no hay ni calor ni mosquitos. Intento un ejercicio semejante. No lo logro, es demasiada la tensión. Insisto en proteger mi individualidad tras la fortaleza de mi identidad, la imaginación y los recuerdos. Es lo único que puede ayudarme para hacer tolerable la espera en un contexto adverso.
No pertenezco a este lugar.
¿Respondieron a mi saludo? No lo recuerdo.
Aquí no importa quién has sido o quién eres, qué responsabilidades tienes, ni cómo te has comportado en tu vida, ni si te asiste o no la razón, … Aquí no importas. Para la maquinaria no eres “quién” sino “eso”, sin nombre ni identidad.
Mediante una metamorfosis he pasado a ser parte del fondo, la trastienda, lo insignificante. ¿En qué momento anularon mi identidad? ¿Sería cuando pensé en venir aquí? ¿Fue al encaminarme hacia acá? ¿Al traspasar el umbral? ¿Al saludar? ¿Es el saludo una señal de debilidad en este sitio? ¿Por qué no puedo recordar si alguien respondió a mi saludo? …
Nadie ha sido grosero o irrespetuoso. No, la operación ha sido quirúrgicamente limpia y precisa: he sido multiplicado por cero. Un acto simple y puro de anulación del ser humano.
Nada puede ser peor, ¿o sí? ¿quién sabe? Comienzo a sentirme culpable de lo que me pasa, pues al venir aquí parece que fui yo quien puso en marcha la maquinaria. Absurdo… ¡El siguiente!
No es a mí a quien llaman.
Vuelvo al ensimismamiento.
Leí a Kafka por primera vez guiado por Vicente Burón, el profesor de literatura que nos enseñó a interpretar y comprender obras fundamentales en la adolescencia. En mis primeras lecturas Kafka no era más que un escritor fantástico, más oscuro que Lovecraft. Para ese tiempo yo había leído mucho y de todo, pero la literatura fantástica y la policíaca llenaban mi imaginario. El universo literario, o al menos mucho más de lo que alcanzaba a leer estaba a la mano gracias a Ediciones Huracán. Esos libros de páginas desprendidas eran una bendición para los lectores jóvenes, la literatura del mundo al alcance de la mano, los cinco tomos de Los miserables se compraban por un peso, veinte centavos cada tomo.
Eran otros tiempos.
Burón nos decía que había más que fantasía en Kafka. Hablaba de crítica a la burocracia y la burocratización de la sociedad, del Estado como poder institucionalizado silencioso y anónimo, un crítico de la opresión del individuo por las fuerzas anónimas en la sociedad moderna. Kafka parecía por momentos casi marxista, casi psicólogo, capaz de penetrar en los recodos del poder, el orden jurídico, la burocracia, la psicología y la mente humana… Yo no entendía bien lo que decía, pues La Metamorfosis era para mí fantasía y rara imaginación, y El proceso una novela oscura. ¿Por qué lo recuerdo ahora? Burón tenía razón, a Kafka hay que sentirlo, y cuando lo sientes comprendes lo inmenso.
Nada puede ser más kafkiano que esta tarde, pesada y lenta.
Ha pasado otra hora. Sigue lloviznando afuera. Hay ahora tanta humedad que se confunde con frialdad, pero hay calor. Calor y frío a la vez, la ambivalencia del absurdo hasta en el clima. Parece que me tocará esperar la tormenta Eta aquí sentado, esperando no se bien qué, ni a quién, ni cuánto.
Kafka describe un mundo difícil basado en reglas ajenas, paradójicas, frías, indescifrables… son interpretaciones de Burón que recuerdo o creo recordar, después de haberlas leído también en muchos textos sobre el escritor.
Las clases de literatura también eran utilitarias. Había premio para los grupos destacados, un viaje a la ciudad a un cine a ver películas basadas en obras literarias. El viaje era un premio grande, por la salida de la beca, las películas, y la diversión de contar de regreso cuántas parejas había sentadas en el malecón, y chiflarle a las más amorosas. Diversión ingenua y pura.
El viejo y el mar fue la primera película que recuerdo. Santiago es un símbolo atractivo para el adolescente, un héroe positivo e invencible, humano y accesible. Nada que ver con Kafka y sus personajes víctimas, sorprendidos, melancólicos y metamorfoseados. Era un cine grande que no había visitado antes. Muchos años después lo reconocí al entrar al teatro de la Facultad de Psicología de la Universidad de La Habana. Otro día fue El proceso. No se me olvida el absurdo de ese Josef K, que pregunta de qué se le acusa… Josef K frente a lo anónimo y poderoso pregunta humildemente sin obtener respuestas. ¿Y a mí de qué me acusan? ¿Será que me acusan de algo? ¿Cuándo terminará esta espera?
Me volví a encontrar con Kafka en Praga, en los días en que la CNN estrenaba el reality show de la primera guerra del golfo. La guerra en cartelera, disponible para “disfrutar” desde casa en la sobremesa. Algunos turistas se quedan en el bar del hotel atentos al espectáculo grotesco de la nueva era de la desinformación y la manipulación. Salgo con el grupo.
La belleza de Praga estremece. Me lo habían contado los checos cuando estudiaba en Minsk, había visto fotos, pero nada como estar aquí. Avenidas amplias, angostos callejones, calles empedradas, pequeños comercios que se agrandan dentro, fuentes donde se puede beber el agua que brota…, el espacio tan apretado y a la a vez tan amplio. Hay tanta diversidad de formas arquitectónicas que el paisaje urbano es caótico, pero es un caos creativo, limpio, que irradia bienestar, acoge y despierta sensación de belleza.
Desandando la ciudad llegamos a un callejón, más estrecho que lo estrecho, creo recordar que se encuentra en las cercanías del cementerio judío. La guía turística hace notar una especie de gruta o perrera, dice que allí vivió Kafka ¿Será? No puede ser. Burón nunca habló de semejante cosa. No recuerdo haber leído sobre una etapa tan oscura del escritor que mendigase y viviera en una perrera. Me acerco y toco, el material no es viejo, es madera contrachapada, creo que es algo simulado, le discuto, insiste… insisto. ¿Kafka en una perrera?… No puede ser. Parece más una instalación, una recreación artística quizás inspirada en las Investigaciones de un perro.
Más adelante se abre una plaza. Nos han llevado a tiempo para disfrutar el espectáculo que ofrece el reloj astronómico de Praga. A unos pasos del reloj, un Trabant sobre cuatro pies humanos, genitales a la vista, algo grotesco. Es la instalación Quo vadis.
Praga insiste en que recuerde a Kafka: más adelante el río Moldova, el puente de Carlos, la casa del León, el círculo vicioso del recorrido diario de que hablara el escritor… Parece que aquí han convertido a Kafka en atracción turística, o es obra de la fascinación por Kafka de la guía de turismo que nos atiende.
Nada puede ser más ajeno a Kafka que la atracción turística, él, que denunció el anonimato, el silencio, el mal disciplinado, de rigor de la frialdad, el exhibicionismo de la incompetencia empoderada… ¡Usted!
Es a mí a quien llaman.
Me indican como llegar a otra oficina. Escucho una conversación telefónica donde comunican algo sobre mi asunto. Parece positivo. Los interlocutores bromean entre ellos. ¡Acaba de decirme dónde está! dice quien habla desde la oficina. Cuelga el teléfono. Unos minutos después suena. La persona que atiende el teléfono anota algo. Han pasado cuatro horas. Cuando te anulan, lo primero es que te sustraen del tiempo. Todavía no me dicen nada claro. Es como si no estuviera en la habitación, no contara para nada y no hubiera escuchado que se referían a mí.
Finalmente, lo desaparecido aparece.
Hay daños.
¿Reclamar? Ni pensarlo. Cargo con los costos. No vale la pena, ni puedo permitir que continúen robando mi tiempo. Además, está claro que nadie es responsable de nada. No participaron delincuentes, bueno, delincuentes callejeros. Me privan del derecho a saber quién fue la mano ejecutora. El anonimato triunfa. Me acompañan. Agradezco, no sé qué, pero no me puedo permitir responder a la indecencia con la indecencia.
Me voy. Ya está oscuro.
Al menos ahora no estoy solo. Kafka me acompaña.
Durante una semana sigo adelante en mi ejercicio de resistencia ensimismada. Releo algunos de los textos de Kafka, Las Cartas a Milena me dicen que fue mucho menos oscuro de lo que la gente cree.
No puedo permitir que la irrupción del mal y el absurdo, que te cambian la vida me obliguen a cambiar en el fondo. Me resisto, aunque el embate es grande.
En otros lugares vuelvo a ver en rostros, edades y sexos diferentes los mismos actores de la multiplicación por cero:
en la panadería de barrio, donde en lugar de dejarme hablar y responderme, se limitan a indicar con un dedo hacia un cartel donde supuestamente está escrita la respuesta a la pregunta que no he formulado;
en quien llega y no saluda, porque quienes estamos allí sentados, somos algo así como floreros y bancas, objetos del entorno;
en la empleada del banco, uniformada e impecable que anuncia casi con satisfacción a las ocho de la mañana a quienes esperan hace más de una hora, que dará cinco turnos porque fumigan a las 11… el resto debe volver otro día;
en el comercio aparentemente vacío, mientras los clientes se agolpan 200 metros al doblar de la esquina. ¿Es para que no se vea el bulto humano?, o ¿es para que las personas no vean las infracciones que cometen quienes organizan la entrada?
en el establecimiento que ofrece productos en dólares, sin cola, porque hay que reservar el turno el día anterior marcando un número telefónico siempre ocupado;
en el molote nuestro de cada día, allí donde se ofrece un servicio de cualquier clase, no porque sea escaso o deficitario, sino porque se atiende de manera ineficiente para comodidad de quien debe servir.
Todos manifiestan el nuevo signo de los tiempos. La COVID-19 hizo colapsar en el mundo muchos sistemas de urgencias sanitarias. Entre nosotros colapsó la fluidez.
Catarsis.
Reviso el texto.
Me equivoqué en algo. Hemingway y El viejo y el mar si tienen mucho que ver con Kafka, pues para hacer frente al mal social cotidiano, -absurdo, silencioso, anónimo, sin dirección ni intencionalidad- al mal por el mal, se necesita le entereza de espíritu de Santiago, que no se permite ser vencido.
Carlos J. Delgado
Una semana después…
En la imagen principal: instalación en El Museo de Bellas Artes durante la Bienal de La Habana, 18 de abril de 2009.
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Las dos imàgenes son kafkianas y significativas. Leì a Kafka hace màs de veinte años. La presencia de Kafka en el artìculo de Carlos es iluminadora..
El relato de Carlos es literariamte, existencial; filosòficamente, fenomenològico; y èticamente, iluminador..
Lo he leido con gusto, interès y provecho. Merece màs de una lectura.
Me parece muy vàlido lo qjue dice Carlos sobre que el mal cotidiano y el absurdo estàn matrimoniados.
Con mi afecto agradecido, Romàn.
Gracias Román,
Estamos ante un problema antropológico y existencial, que se puede presentar en la familia, en el seno de los grupos de amistades, y que alcanza dimensión política cuando empodera la burocracia y los poderes públicos en lugar de servir a las personas, se sirven de ellas. Son desviaciones, pero cuando alcanzan la magnitud social general y uno se lo encuentra por doquier en la ciudad, disperso como virus en las instituciones, en los comportamientos de las personas, en cualquier parte, como ocurre en nuestra sociedad en la actualidad, estamos ante un problema mayor que no se soluciona solo con acciones educativas y punitivas de los poderes establecidos. Requiere acciones de empoderamiento (habilitación) de las personas: habilitación para que cada uno contribuya a frenar las manifestaciones extremas de la enajenación que son los síntomas, y de manera más profunda al cambio social de positivo que cierre el oxígeno que se alimenta las causas. Esa es la dimensión de la emancipación, que trabaja de manera ejemplar la educación popular. Cuando se nos olvida la emancipación pasan estas cosas.
Gracias por tus comentarios siempre tan precisos y alentadores.
Después de leerlo me he quedado sintiendo la fuerza cotidiana del absurdo hecho realidad. Es eso, la vida convertida en un relato y lo humano en un bicho raro que nadie logra identificar. Entonces te pregunto, se trata de cuestión de ciencia para salvar a la humanidad? La cuestión sigue siendo filosófica, las lógicas de pensamiento que nos roban la subjetividad de la cual nadie se pregunta porque supuestamente no hace falta, es la muerte del pensamiento y del sentido de la vida en humanidad. Hay que seguir matando cucarachones, no queda de otra.
Así es Gina, la anulación del ser humano tiene mucho que ver con la simplificación y reducción del otro a objeto o instrumento, lo que dice mucho de las cualidades humanas de quienes caen en estas prácticas. Es el enajenado que a su vez, reproduce la enajenación para con sus semejantes.
Es una batalla dura en un mundo que lo instrumentaliza todo y aboga por arribar a costas posthumanas y transhumanas. Nos preocupan los robots humanoides posibles y no nos percatamos de cuántos humanos robotizados hacen la tarea de reducción cada día.
Una de las vías, creo que está en la entidad intangible que tanto amamos y hoy celebramos: la filosofía y el filosofar, que nos ayudan a entender sin justificar, a la comprensión intelectual que enseñaba Spinoza.
Gracias por compartir ideas.
Pues parece un cuento literario muy bien escrito. Te felicito. Te puedes dedicar a escritor, aunque sé que las ciencias es lo que más te apasiona. Se te da bien.
Gracias Omar,
Te lo confirmo, es la recreación realista de lo que me ocurrió el pasado 6 de noviembre. Quizas te parezca exagerado que llame al texto realista porque no menciona nombres, ni de instituciones ni de personas. No lo hago, porque lo que me interesa sacar a primer plano es la necesidad interior de reconocer que cosas muy dañinas están ocurriendo a nivel antropológico, estrictamente humano en nuestra sociedad. La omisión de los demás es un mal social extendido, que ahora es mucho más relevante, por su estado crítico, y porque la omisión afecta la vida de todos y cada uno de nosotros en tiempos donde solo la colaboración puede ayudarnos.
He leído el ¿artículo? o cuento de mi amigo de siempre. Simplemente magnifico. Me recuerda tus dotes literarios de cuando estudiábamos juntos en Mink. No es una nueva arista tuya, es una que estuvo ahí siempre. No la dejes ahora que la retomaste. La mantuviste durante tus escritos de ciencia, pero y ¿esto?¿Qué es? ¿Ciencia con arte? También hace falta para quitarnos esta vida kafkiana de arriba.
No es cuento, es una narrativa antropológica de acontecimientos reales vividos. No hay ni una exageración, ni tampoco ninguna ficción.