Abuelo Perfecto

Abuelo Perfecto

Quintana

Si sigues la carretera que va hacia el Norte, de Caimito hacia el mar, te encuentras con un caserío -ahora más extendido que antes-, llamado Aguacate. Allí la carretera hace un giro cerrado, casi en ángulo recto. Era el lugar donde nos bajábamos de la guagua con mi padre, a veces mi madre también nos acompañaba, para caminar hasta Quintana a visitar parientes y amistades que vivían allí.

Quintana es una zona rural, no conozco exactamente su extensión, pero como para cualquier niño, para mí era inmensa. Se consideraba administrativamente un barrio del municipio Caimito, pero era campo abierto.

Si la guagua nos dejaba antes de doblar la curva, seguíamos recto. Si lo hacía después, caminábamos hacia atrás, y retomábamos la línea recta que la guagua había abandonado, y comenzábamos la caminata. A poco de andar, en la medida en que se acababan las casas, la carretera dejaba de serlo y se imponía el camino de piedras calizas, blanco por las que estaban molidas, y menos pulcro cuando se mezclaba con tierras medio negras de los campos aledaños. A veces teníamos suerte y alguien nos recogía hasta cuatro caminos de Quintana, un cruce de caminos obligado para seguir adelante.

Aunque no es una zona montañosa o de grandes elevaciones, el camino era un sube y baja por los pliegues del terreno, y la presencia de pequeños intentos de colinas coronadas con alguna casa campesina. Los parientes vivían lejos, no se si en Quintana abajo o en Quintana arriba, que eran términos que usaba mi padre. Solo se que había que caminar y caminar…

El paisaje era hermoso, alternaba cultivos y arboledas. En cada pliegue del terreno se amontonaban árboles y arbustos, sobresalían las palmas y todo era en esos lugares de un verde intenso. También había pastos parejos y con poca altura. No faltaba la caña de azúcar. Los cercados eran de alambre de púas y postes vivos. Los bohíos hacían parte del paisaje, como si fueran árboles diferentes, uno aquí y otro allá, parecidos y distintos. Solíamos ir en el verano, antes de que comenzaran o cuando habían pasado las lluvias fuertes. Si llovía, era un infierno el fango, los resbalones y todo tipo de inconvenientes.

Había muchas casas que visitar, y en todas se repetían rituales de bienvenida, como el café, que a la tercera había que rechazar, el agua de pozo o de coco, y la invitación a quedarse a almorzar. Los bohíos eran casas frescas, por el techo de guano y por la cantidad de puertas y ventanas que tenían. Casi todas estaban rodeadas de un pasto como de terreno de beisbol, del que no hay que estar chapeando con mucha frecuencia. El recorrido terminaba en una finca que estaba cercana a lo que fue después la presa La Coronela, en uno de cuyos brazos de agua pescamos una vez, durante una de las últimas visitas que hicimos en los años ochenta. Para esa época, habían fallecido o vivían en otra parte las personas que antes conocíamos.

Pero la casa más importante de todo el recorrido era la primera que encontrábamos en el camino y visitábamos. Los ladridos de los perros anunciaban la llegada de extraños. Vivía allí un matrimonio muy cordial que siempre nos recibía con amabilidad. Mi padre y ellos se trataban como familia. La casa parecía pequeña cuando la mirabas de frente desde el camino, como un rectángulo, con dos ventanas y una puerta al centro, pero cuando te acercabas, se multiplicaba hacia la parte trasera. La casa bajaba con el terreno, hasta terminar en una cocina con techo de zinc, supongo que para evitar los incendios. Un poco más allá había corrales de cerdos, las gallinas andaban sueltas. A veces había algún cerdo amarrado con una soga, como si fuera perro. Si seguías andando llegabas al final de la bajada. Entre ella y la nueva subida pasaba un hilo de agua. No sé si era manantial o lo que corría era agua de lluvia acumulada en otra parte. Esa cañada estaba llena de árboles frutales, palmas y un fresco rico que se disfrutaba después de la larga caminata. Había cultivos al frente, a la derecha y a la izquierda de la casa. No sé si todos eran de esa familia o alguno de otras.

Esa casa y finca habían sido alguna vez propiedad de mi abuelo Perfecto, padre de mi padre, quien se sentía orgulloso de llevarme a ese lugar de sus orígenes. Mi abuelo había escrito una décima que mencionaba los árboles frutales que allí había sembrado, y la riqueza que representaba la finca para la familia. Mi padre y mi primo Roberto la sabían de memoria. Yo tuve el cuidado de anotarla, pero con los años la perdí. Quizás todavía la tenga alguno de los primos y la podamos rescatar. Quintana era una palabra siempre presente en las conversaciones de la familia, con ella se evocaban recuerdos y personas.

Debió ser una tierra mucho menos accesible a principios del siglo XX. Mi padre, como los hijos de muchos campesinos que nacieron en zonas rurales asistidas las madres por familiares o una comadrona, tenía dos fechas de nacimiento, la verdadera (9 de agosto), y otra oficial, registrada en el acta de nacimiento (11 de septiembre). La razón era simple, tardaban más o menos un mes en ir a realizar la inscripción al poblado más cercano. Si declaraban la fecha verdadera había que cubrir un costo adicional y los recursos eran demasiado escasos para ese derroche.

Imaginaba como andando por aquellos caminos u otros peores, de día y de noche, había aprendido dos máximas que me enseñó. No se cree ni en fantasmas, ni en catibos que nacen de pelos de caballo en los charcos, son berraqueras y quienes creen en ellas o se andan con chismes son berracos. Dos sentencias lacónicas, una para ciertas ideas y otra para sus portadores. Puede parecer tosco y exagerado, pero es una receta de vida maravillosa cuando la aplicas, porque te permite distanciarte de lo uno y lo otro, porque no tienen importancia en tu camino por la vida. Mi padre no había leído a Séneca, pero le había llegado su mensaje sobre las preocupaciones innecesarias que ocupan demasiado nuestra mente. Para efectos prácticos y no ser grosero, mi padre sintetizó las dos sentencias en un lacónico “Uhm”, seguido de un chasquido apenas perceptible equivalente a “freír un huevo”. Cuando lo hacía, ya sabíamos lo que estaba diciéndonos.

Familia grande

La familia que crearon mi abuelo Perfecto y mi abuela María era de las grandes. Bromeaban los tíos con que los abuelos en su juventud no habían tenido televisión ni medios anticonceptivos. La realidad era otra, muy en el fondo de su ser, los abuelos seguían un profundo impulso de vida, de creación y formación de una familia. Se habían quedado prácticamente solos, la abuela huérfana criada por personas que la acogieron, y el abuelo casi solo por circunstancias históricas que supe después.

A mis tías María Luisa, Ramona, Baudilia (Ballilla), Isabel, Pastora, Herminia, se sumaban los tíos Feliciano (Chano), Ángel (Kilito) y mi padre Maurilio (Bullea). Para cuando yo nací en julio de 1959 todos vivían, y los primos llegaron a sumar en los años venideros 22. Por sus edades formaban tres grupos, cinco en la generación más vieja, como 12 en la generación con quienes jugaba, y otros cinco mucho más jóvenes. El primo Roberto era un transgresor, parecía del final del primer grupo, pero hacía vida y trastadas con nosotros, los del segundo. Toda esa tropa no dudó en reproducirse también, vinieron bisnietos y tataranietos, con el resultado que para los años noventa, cuando el primo Eduardo y varios tíos organizaron una fiesta con el objetivo de hacer una foto de la familia, aunque faltaron varios porque estaban con otros rollos o habían emigrado, el fotógrafo profesional que nos fotografió, armado de una cámara con lente panorámico, nos tuvo que pedir que permaneciéramos inmóviles para hacer dos tomas y luego ensamblar la foto en el laboratorio superponiendo las proyecciones de dos negativos. No cabíamos en la foto porque estábamos reunidos más de cien familiares. Los abuelos ya habían muerto, pero se habrían sentido orgullosos de la multiplicada prole.

Aunque grande, la familia no ha dejado nunca de ser unida, la cimentaron bien los abuelos. Está lejos de ser perfecta y con alguna frecuencia lo que hacemos merece el Uhm y el chasquido de mi padre, pero todos nos tenemos a todos, y en la adversidad y a pesar de las distancias y las obligaciones, hasta los más alejados acudimos porque formamos parte de algo que llevamos dentro y es superior a cada uno.

Campesinos en el poblado

No por vivir en el poblado los abuelos dejaron de ser campesinos.

La casa en Bauta estaba ubicada cerca del final del pueblo saliendo hacia el Norte. Tenía un pasillo más ancho a la derecha por donde cabía un carretón y hasta puede que un auto pequeño, uno muy estrecho a la izquierda, un seto al frente de una planta de hojas ovaladas, verdes jaspeadas en blanco. No recuerdo el nombre de esa planta, pero sí que sus hojas servían para hacer una especie de silbato o filarmónica improvisada con un peine. Cuando nos entraba la furia por hacer música con ellas, las planticas perdían muchas hojas.

La casa era ancha con dos alas simétricas, como muchas casas de madera de ese tiempo. No recuerdo si era una casa con un solo número o eran dos con sus respectivas numeraciones, fuera una cosa o la otra, se comunicaban por la sala con una puerta que siempre estaba abierta. Una mitad la ocupaban mis abuelos y la otra la familia de mi tío Kilito. Al fondo había un patio bastante grande con un almendro en el centro, y taburetes.

Los taburetes son sillas especiales, sientes la piel del animal cuando te sientas, son robustos, no tienes miedo a hacer la posición cómoda que se te ocurra, porque no se quiebran, puedes hacer música con ellos inventándote tambores, y sirven para armar barricadas y obstáculos de todo tipo para el juego. Claro, no nos dejaban hacer de todo, pero nos disputábamos los taburetes.

El almendro era árbol y símbolo, a su sombra jugábamos, se hacían quehaceres, y se celebraban los 24 de diciembre. Esa era una reunión familiar en toda regla. Se armaba una mesa inmensa, se improvisaban bancos y comíamos por tandas, los niños primero. Una maniobra difícil porque éramos muchos y lo que no inventaba uno lo inventaba el otro. El que andaba de entretenido comía poco, porque llegaba el momento que al regresar de un correteo te habían retirado el plato. El cerdo asado olía y sabía bien, pero el dulce de naranja agria se llevaba todos los premios. Eran fiestas de felicidad absoluta.

Al frente de la casa de los abuelos vivía mi tía Pastora y su familia. Años después se mudaron dentro del mismo pueblo a otro barrio. El resto de los tíos y tías vivían en otros barrios del pueblo, en una especie de telaraña familiar. Cuando correteabas por el pueblo o te salías de la ruta del mandado asignado, había que tener cuidado por dónde transitabas, porque siempre podías encontrar la mirada inoportuna de un tío o una tía por parte de padre o de madre. En el pueblo vivían en total los nueve de la familia de mi padre, y de la familia de mi madre seis. Había que sumar a esos quince vigilantes los tíos y tías políticas. En fin, que teníamos como treinta cuidadores potenciales. Lo más delicado era si pasabas corriendo frente a una de las casas, no entrabas a saludar y te veían por la ventana. Sobre todo, las tías no entendían razones y se quejaban.

Los tíos y tías están en mil recuerdos. Un día descubrí que debía mi nombre compuesto a la insistencia de mi tía Isabel, que por cierto tenía dos varones mayores que yo y a ninguno le había colgado el Jesús. Me trataba como preferido, su casa era la mía y el primo Roberto, que estaba en la frontera entre los mayores y mi grupo era como un hermano mayor. Todas las semanas nos disputábamos la Bohemia para hacer el crucigrama, que por suerte no le interesaba al tío Benigno ni a la tía Isabel.

Roberto era especialista en maldades ingenuas y divertidas, como robarnos de la mesa de la cena del 31 las uvas que según la tía Isabel debían ser 12 en cada plato, para tragarlas una a una a la hora señalada, campanada a campanada. Roberto generaba alguna distracción, y yo me encargaba de llevarlas de la mesa al escondite donde nos las íbamos a comer. Repetíamos la operación hasta que nos descubrían. Sin embargo, a la hora de comerlas al tañido de las campanas nunca faltaban las doce en cada plato. Su hermano Eduardo era serio y compuesto, como correspondía a un estudiante universitario, era el ejemplo a seguir.

Todas las tías y tíos cooperaban. En realidad, en todas las casas nos acogían y nos mimaban. Pero ninguna como la casa de los abuelos.

Abuela María debió ser una joven muy hermosa en su juventud. Sus genes triunfaron sobre los que traía el abuelo y el cuerpo de la abuela se reprodujo en tías, nietas… En los hijos de los tíos varones y el de tía Ramona algunos rasgos del rostro son definitivamente de la abuela. La recuerdo más alta que mi abuelo, que ya para la época estaba un poco encorvado. Siempre estaba atareada y guardaba para los nietos algo especial. No había refrigerador en la casa y se conservaba la carne de cerdo en latas llenas de masas fritas cubiertas por manteca. Claro está, ese manjar duraba poco tiempo. Sabíamos donde estaban y la abuela no solo sabía que sabíamos, adivinada los deseos y nos preparaba a escondidas pequeños bocadillos de aquella carne cuando todavía quedaba, o alguna galletica dulce bien guardada, o pan con leche condensada, o en todo caso y no por último el peor, pan con azúcar. ¡Que delicias!

Llegar a la casa de los abuelos y sentir hambre era una ley. Y también una ley la respuesta del coro de las madres, “ya almorzó, hasta la comida no le des nada, que si no llega a la casa y no come”. Matraquilla de madres que me ha tocado escuchar a varias generaciones y me he cuidado de no repetir. Siempre he pensado que si dejas de comer porque antes has comido, como dice el dicho, no hay nada perdido. Pero ya sabemos que las madres no piensan así.

No comer entre el almuerzo y la comida era una regla y había que cumplirla. Pero la abuela tenía un secreto, y lo compartíamos. Salíamos todos por el frente de la casa con algarabía a jugar a la calle, pero poco a poco entrábamos por el pasillo del jazmín calladitos, de uno en uno, espaciados, hasta el patio, y nos asomábamos a la puerta de la cocina. Si la abuela estaba sola había premio silencioso. Salíamos callados por el pasillo a jugar a la calle, y entraba el siguiente. La persona más recta de la familia nos enseñó la regla de las reglas: están para cumplirse y si la causa lo merece, para pasarlas por alto.

La abuela tenía un jardín en la cerca del pasillo ancho y en el patio. Había muchas plantas colgadas y sembradas en latas y en la tierra. Entre ellas dos reinaban: el jazmín a la entrada siempre con flores y olor, a la altura de la ventana de la sala que daba al pasillo, y saliendo al patio una mata de campana. No le gustaba que tocaran sus plantas, y mucho menos que arrancásemos las hojas del seto del frente.

Detrás de la casa había un terreno no construido, el abuelo o lo pidió o lo tomó, y plantó allí una huerta. Recuerdo que había plantones de plátanos y alguna mata de fruta bomba entre otros cultivos propios de un huerto. Nos gustaba estar allí, fuera de la vista de los mayores, y para horror de las madres, jugar con la tierra colorada. Mi padre también tuvo un huerto así, al frente de la casa de mi tía María Luisa, donde cultivaba habichuelas y quimbombó entre otras cosas. Lo cuidaba con ayuda de Alfredo, mi padrino, el esposo de mi tía.

Éramos en esas andadas tres mosqueteros, Arturito, Jorge Luis y yo. Los demás eran demasiado grandes o demasiado chiquitos. En una ocasión a uno de los tres se le ocurrió encender candela con hojas secas de plátano. Con mucho cuidado y silencio armamos y encendimos una pequeña hoguera. Todo iba a pedir de boca hasta que se salió de control porque las llamas subieron y empezaron a arder algunas hojas secas del plantón cercano. Comenzamos entonces a traer pequeñas porciones de agua en laticas para sofocar el fuego, que no hacía más que crecer. Hubo demasiado humo gracias a las hojas más verdes y por suerte algún vecino se dio cuenta y avisó. Bastó un par de cubos de agua bien llenos para sofocar el aspaviento de incendio. Por suerte la tía Pastora, madre de Arturito hizo la obra diplomática, aplacó a los mayores y todo quedó en un regaño y la ulterior vigilancia reforzada.

El abuelo cuidaba el huerto día a día, y también uno o dos cerdos en otro sitio donde se permitía tener los corrales saliendo del poblado. Varias veces lo acompañamos empujando el carretón donde llevaba las latas de sancocho. Tío Kilito o algún otro que estuviera a la mano venía con nosotros. Ir a alimentar los cerdos para nosotros era una fiesta, para las madres un fastidio, y para los padres creo que totalmente indiferente el asunto. El camino era una subida de una cuadra más o menos y después se estabilizaba la pendiente ascendente tomando la calle hacia la derecha. Llegábamos hasta la intersección con la calle del cuartel, la casa del tío Chano y la tía Fina estaba a unos metros pasando esa calle, pero la visitábamos a la vuelta. En la ida, doblábamos hacia arriba hasta donde estaban los corrales. Abuelo nos dejaba hacer, y esa libertad era parte del disfrute.

Efecto hipnótico

Ver al abuelo hacer cualquier cosa despertaba mi curiosidad. Su quehacer tenía un poder hipnótico sobre mí.

Muchas veces cuando llegábamos en la tarde de visita el abuelo estaba arreglando alguna herramienta, por ejemplo, limando un machete. No podía evitar mirarlo mientras lo hacía porque era diestro, y extraordinario el momento. Recuerdo bien que lo vi una vez encabando una guataca. Fue impresionante, y mientras más crecí más lo admiré porque no he podido nunca hacerlo bien, ni cuando estaba becado en Ceiba 3, Ceiba 6 o Ceiba 1, ni cuando estaba construyendo mi casa y se estropeaba la que tenía para hacer la mezcla. Es muy complejo hacerlo bien, todo un reto, por lo difícil de lograr el ángulo correcto, hacer la cuña y ponerla bien, además de saber poner en práctica aquello de que “no hay peor cuña que la del mismo palo”.

Otras veces nuestra llegada coincidía con que el abuelo terminaba su jornada en el huerto y hacía su rutina preparándose para el baño. Se zafaba los lazos de los tenis, se quitaba las medias y se lavaba los pies con agua y jabón para quitar el churre rojo de la tierra. Lo hacía lentamente, y yo lo observaba con demasiado descaro y asombro como para que no se diera cuenta. Se daba cuenta, y yo miraba para otro lado. Hasta que me percaté que no le molestaba que lo mirara, porque antes de lavarse, con toda calma, se volvía a poner las medias y los tenis y se hacia los lazos de nuevo. Y se los volvía a quitar.

Lo hacía para mí, como para que estuviera seguro de que lo que estaba viendo era verdad.

Si el agua caliente estaba lista para el baño, a la abuela no le hacía gracia la demora, y más de una vez lo instaba a que se apurase “que el agua se enfría”. Creo que ella nunca se dio cuenta que el abuelo no estaba lento o entretenido, sino que me estaba enseñando como era.

Lo ordinario se convierte en extraordinario cuando te levantas y afrontas la adversidad, de frente, sin miedo. Y el abuelo afrontó la vida como un campeón.

De nacimiento le faltaban una mano y parte del antebrazo. No puedo asegurar si era el izquierdo o el derecho, en algunas acciones lo recuerdo de una manera y en otras de otra. La memoria nos pone trampas.

El abuelo lo hacía todo, cualquier tarea, como si fuera la cosa más normal del mundo, con una mano. Donde debía estar la otra, apenas había una especie de muñón casi pegado al codo, que terminaba en algunas bolitas de carne y piel que asemejaban dedos que no llegaron a ser.

Mi abuela decía que la madre se había caído durante el embarazo, pero mis tías y tíos pensaban que se trataba de una malformación hereditaria. Como eran tiempos sin ultrasonido ni estudios genéticos, cada vez que se acercaba un parto en la familia había cierta ansiedad sobre si se repetiría la malformación del abuelo.

Me cuesta imaginar cuán difícil sería a fines del siglo XIX cubano, nacer en una zona rural, en una familia campesina pobre, con la desventaja de que otros supusieran que no eras apto para el trabajo. Siempre me he preguntado si la elección de su nombre se debió a un capricho del santoral, a la protesta de los bisabuelos ante la naturaleza o los dioses, o a la sabiduría campesina que resalta lo que crees que falta y no es defecto, sino fuente de virtud.

Debió sufrir mucha discriminación y a la vez estar rodeado de mucho amor para superar la adversidad del modo en que lo hizo: conocedor del monte y del nombre de cada palo que en él crecía, agricultor, sembrador, cortador y acarreador de caña, padre de familia, educador de sus hijos, abuelo capaz de hacer volar la imaginación de sus nietos con detalles como la carreta que todos tuvimos, uno a la vez, hecha con cuchillo afilado, y salida de su imaginación, su voluntad, su cariño, su mano y su cuerpo.

Lección de despedida

Crecer es parte de la vida, y llegó el momento de elegir carrera. Me interesé en la filosofía y la medicina. Para la primera la opción de estudios era la URSS, para la segunda Cuba. Pedí las dos, pero el otorgamiento de las carreras que se estudiaban en el extranjero llegó primero, y me preparé para emprender viaje. Cuando el viaje fue inminente llegó la hora de despedirme de los familiares. Abuela María había fallecido, y el abuelo vivía en casa de la tía Ramona, que lo llenaba de cuidados por su avanzada edad. Ya no se valía por sí mismo y necesitaba de una silla de ruedas. Pero estaba lúcido.

Le dije que me iba a estudiar a la URSS, que vendría cada dos años y terminaría la carrera en cinco. Me contestó que era muy lejos y mucho tiempo. Traté de minimizarlo con algunas palabras huecas, y me levanté dispuesto a darle un beso de despedida. Me dijo “Siéntate”. Lo hice. Y continuó: “Cuando uno se aparta de la familia sabe cuándo lo hace, pero no sabe si la volverá a ver”. Me contó su historia crudamente.

Salió de la finca al pueblo, creo que a Guanajay o Artemisa, por entonces no vivían todavía en la zona de Caimito. Era algo que hacían cuando se podía, para vender algo de las cosechas o el imperativo de comprar algo muy necesario, como algún remedio o herramienta. Era un viaje corto, de ida y vuelta el mismo día. No hubo regreso a casa. Año y medio después no había ni casa ni familia.

Debió ocurrir lo que me contó en octubre de 1896, porque ese día que salió de casa, aunque él no lo sabía, ya estaba vigente el bando de reconcentración. Su proclama establecía la concentración de la población rural del occidente cubano en los poblados, sin techo ni condiciones para vivir o alimentarse. El objetivo de esa orden era impedir que apoyaran a las fuerzas mambisas que extendían la guerra al occidente de la isla. Quien violase el bando de reconcentración era considerado rebelde y le esperaba la pena de muerte. El abuelo fue reconcentrado lejos del resto de la familia. Los otros familiares, me dijo, “no sobrevivieron”.

Los historiadores ofrecen cifras de doscientas mil a trescientas mil muertes como resultado de la “política de reconcentración”, concebida por Martínez Campos y ejecutada por su sucesor en la capitanía general de Cuba, el “militar y político” Valeriano Weyler. Para vergüenza de España todavía se les considera en esos términos, con toda pompa y títulos de nobleza. En realidad, la “política” fue el aliento de fuego de un imperio moribundo, el genocidio ordenado por un Estado colonial contra población inocente. Los ejecutores no fueron simples marionetas del destino, o inocentes confundidos, planificaron el exterminio y actuaron como criminales de guerra.

Casi cincuenta años después, los procesos de Nuremberg juzgaron los crímenes de guerra nazis cometidos durante la segunda guerra mundial. Las atrocidades cometidas por el Estado y las autoridades coloniales españolas en Cuba y América todavía esperan ser juzgadas.

El abuelo me había contado antes varias anécdotas de aquellos tiempos, entre ellas, como  sobrevivió escapando, y forrajeando en las noches. La palabra me quedó grabada también porque mi padre la usaba siempre que salíamos por los campos a comprar frutas, viandas o granos. Pero forrajear tenía ese otro sentido, el de las narraciones del abuelo, no significa para nada lo que enuncia el Diccionario de la Real Academia, sino escapar del poblado fortificado, con riesgo inminente para la vida, y en las noches recorrer los campos y las casas abandonadas en busca de algo de comer para sobrevivir.

Una de las anécdotas que tiene más de una versión en la familia cuenta que un atardecer estaba forrajeando con otra persona, cuando divisaron la tropa española y se escondieron en una de las casas abandonadas, con tan mala suerte que allí fueron a parar también buscando descanso los españoles. Ellos estaban escondidos bajo el piso de madera, agazapados y en silencio. Ya era entrada la noche cuando bajaron dos soldados españoles. Uno le pidió al otro que trajera algo de luz, a lo que aquel respondió “para cagar no hace falta luz”. Hicieron lo suyo y se fueron. De haber traído una luz, habría terminado allí la vida de Perfecto.

La conversación con mi abuelo no cambió mi decisión de irme a estudiar lejos de Cuba, pero me transformó. Conocía vagamente las anécdotas e historias pero la conversación de ese día sirvió para aglutinar muchas cosas, juntó las palmas y los campos con la familia, con las palabras y con la historia.

Me encanta la Historia, y tuve a lo largo de mis escuelas y universidades excelentes maestros y profesores de Historia. Pero nada es superior a la historia viva que brota sincera y pura en el relato de un anciano noble. A mi abuelo Perfecto Delgado y aquella conversación memorable le debo el punto de inflexión de la transformación que significa ser y sentirme cubano.

Carlos J. Delgado
29 diciembre 2022

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10 comentarios en “Abuelo Perfecto”

  1. ES INCREÍBLE COMO LOGRAS NARRAR TUS RECUERDOS .CON UN HILO CONDUCTOR Q MANTIENE AL LECTOR A LA EXPECTATIVA .SIN DUDAS ERAS UN NIÑO MUY INTELIGENTE Y OBSERVADOR .MILES DE BESOS .

  2. Luisa Iñiguez

    Hermoso querido Carlos, yo también fui atrás, a visitar a mi abuela y a atraer recuerdos. Cariños de siempre

  3. Otra vez Gracias, Carlos! Está ocasión lo leí en alta junto a mi esposa Ana Felicia por imaginé que sería una aventura.
    Volvió a mi mente esas visitas a La Cubalina, casi diarias, por cualquier motivo, a buscar algo, o llevarlo, o disfrutar del café, una leche ahumada con sal y espumada, ¡Qué delicia!
    La historia de la familia son las historias de muchas personas entre cruzadas: las de Bullea como guaguero pícaro, la de Kilitos como gran carpintero y así muchas más, las tuyas, las mías, la de los que ya no están por muchos motivos. Gracias de nuevo!

  4. Maydi Estrada Bayona

    Con que gusto he vivido esta narración. Hay partes de ella que me han llevado a mis momentos de infancia, las visitas al Coronó, San Luis y a esas desafiantes cenas de familia los 26 de Julio y 31 de diciembre. Toda la familia reunida en el gran patio. La casa de guano, los animales…hice un viaje en el tiempo y lágrimas de añoranzas brotaron de mis ojos espontáneamente. Gracias por ello.
    Las abuelas son una maravilla. Es el gran premio que recibimos entre cielo y tierra cuando llegamos a este mundo.
    Que hermosa historia la de tu abuelo. Impresionante. El simbolismo de la ausencia del brazo ha sido tal vez para ti, tu catalizador. Eres el abuelo Perfecto de ti mismo. Mientras leía podía escuchar tu voz y ver tu sonrisa. Gracias Carlo por este regalo que habla de lo imprescindible frente a lo útil. Luz para Perfecto y María en el reino de los Antepasados y Ancestros.

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