Abuelo Juan

Abuelo Juan

El señor de los bacilos

Los primeros recuerdos que tengo de mi abuelo Juan llegan de mi infancia, cuando venía a la casa en las mañanas, y tenía largas conversaciones con mi madre. Lo recuerdo alto, delgado, con el pelo blanco cortado bajito, casi como recluta, la piel curtida por el sol. Esa imagen permanece en mi memoria única, como si siempre hubiera sido así, ni más joven ni más viejo. Usaba unos espejuelos raros, con uno de los cristales esmerilado. Pensé que debía tener mucha fuerza en la vista de ese ojo cuando el cristal de ese lado era tan opaco. Con el tiempo supe que le faltaba el ojo, y mamá me contó que lo había perdido en un accidente con una escopeta.

Mi madre le consultaba sobre mis males de estómago, lo que terminaba irremediablemente en dos recomendaciones, no ponerle azúcar a la leche y tomar bacilos en ayunas.

Llamaban bacilos a unos tubitos de cristal con un tapón de goma o corcho cuyo contenido había que beber. Parece que estaban de moda a mediados de los sesenta. No eran especialmente desagradables y se suponía que ayudaban a mejorar el estómago. Años después recordé su sabor cuando probé el yogurt y el cultivo que se utiliza para hacerlo, sospecho que tenían algo en común. No se si me ayudaron, pero por lo menos los envases servían para armar con plastilina camiones cisternas y jugar con ellos.

El señor de los bacilos era un poco molesto y enigmático, pero terminó agradándome cuando comprendí que era el padre de mi madre y me dio muestras de cariño.

Familia inmensa

Abuelo Juan y abuela Juana formaron una familia enorme con doce hijos que llegaron a la adultez: Nena, Luisa, Lina, Claudina, Cándida, Blanca, Claribel, Berta, Mireya, Migdalia, Gloria y Panchito. Solo no conocí a Blanca, que había fallecido antes de mi nacimiento. Ellos a su vez tuvieron como 25 hijos, lo que supone un grupo tan amplio de edades, que algunos tíos eran más jóvenes que algunos de sus sobrinos, y algunos primos tan viejos como los tíos. Menudo entramado de gentes distintas.

El primo Rubén, por años el bromista estrella de la familia, solía decir que había materia para un cerebro y los abuelos decidieron hacer doce, así que en la familia a quien no le sobraba un tornillo, le faltaba alguno. En realidad, según contaba mi madre fueron trece hijos, porque un varón murió en la primera infancia.

No por grande la familia dejaba de ser unida. Todos los domingos la visita “a casa de mamá” era habitual y casi obligatoria. En la casa de los abuelos se reunía una tropa de chiquillos entre los que me encontraba. Los primos mayores daban consejos, el más valioso de los cuales era alejarse del abuelo cuando dijera “hostia” o por lo menos permanecer en silencio. Decían que a los más viejos e inquietos los había zurrado por sus indisciplinas, y eso generaba temor mientras hacían el cuento. Luego ya no. A mí nunca el abuelo me zurró, fuera porque ya estaba mayor y cansado, o porque era yo menos “maldito” (atrevido) o rebelde que los primos de la primera generación, o quien sabe por qué, pero esa experiencia nunca la tuve, no recuerdo siquiera que me hubiera regañado.

La reunión de los padres era revolico de los nietos. Formábamos una pandilla sin sexo ni edad predeterminada que atravesaba el patio de los abuelos, cruzaba el de la casa de la tía Claudina, y salíamos por el pasillo lateral a la calle del fondo. La atravesábamos y nos metíamos por los pasillos de las casas de los vecinos para llegar finalmente a la casa de la tía Cándida.

Si la casa de los abuelos era desvencijada y pobre, la de la tía Cándida lo era más, pero no por eso dejaba de ser cálida y nuestra. Allí nos esperaba siempre una mujer hacendosa, la merienda obligatoria, donde sobresalía el día del flan de calabazas, hecho y servido en latas donde antes hubo leche condensada. Tía Cándida parecía trabajar las 24 horas, tener tiempo para todos, ser incansable y no ser tía, sino madre de todos. Eso significaba también darle un coscorrón a quien lo mereciera, y no de pan precisamente. Muchos años después, cuando ya era un adulto y estuvo próxima a morir se despidió de todos. Yo no tuve el valor de hacerlo, la quería demasiado.

La tía Claudina era un personaje especial. Estaba en silla de ruedas porque no podía caminar, y nos pedía ayuda para que le encendiéramos los cigarros. Yo la ayudaba y me lo agradecía con un “gracias mijito” que le salía del pecho. Parece que era muy temprano para iniciarme en el gusto por los cigarros, de manera que gracias a mi tía Claudina nunca tuve ese hábito, porque en la adolescencia cuando todos fumaban a escondidas, para mí no había ni novedad ni placer en el sabor de los cigarrillos o en aspirar el humo, ya los conocía de sobra.

El espacio se ampliaba con las amistades nuevas que se creaban, vecinos del barrio, hijos de los primos mayores, desconocidos que se sumaban al grupo. No había frontera que respetásemos, incluida la casa de una señora mayor vecina, donde transcurrían combates de espadachines y juegos a las escondidas. El grupo se ampliaba hasta el infinito cuando venía de La Lisa tía Claribel que traía sus hijos y siempre los de algún vecino, y se complejizaba la tropa cuando el primo Kikito tomaba el mando, por las cosas que se le ocurrían. Mi padre decía que eran como pajaritos que salían de la jaula donde los tenían encerrados. Aludía a que vivían en un edificio en la ciudad, y en la visita a los abuelos tenían libertad absoluta.

Los adultos llamaban al orden con frecuencia, reclamaban por la ropa sucia o rota y en no pocas ocasiones el juego terminó en castigo. Lo normal.

Abuelo Juan era más o menos distante, y abuela Juana bajita y callada, era la bondad en persona. Nos preparaba un café que era caldito azucarado y lo servía en unos vasitos parecidos a yardas tequileras cortadas por la mitad, de aluminio anodizado, azules, fresa, amarillos. Trasmitían todo el calor y no había quien los agarrara. Abuela se limitaba a sonreír y decir “soplen”.

En una ocasión estábamos en persecución y entramos a la cocina donde preparaban pescado, había sobre la mesa, congeladas, unas macarelas o chicharros. No se quien tiró el primero a quien, solo se que el que yo tiré fue a dar al empeine de un pie de la abuela, y salió un chorro de sangre como de tubería rota y a presión. Me asusté y lloré pensando que la había matado. Era época de películas japonesas de samuráis, de esas en que los protagonistas, de un tajo hacían brotar sangre como manantial en época de lluvias.

La abuela con toda tranquilidad pidió un pedazo de periódico, lo mojó y lo puso sobre la herida y como por arte de magia se cortó el flujo. Desde entonces he llegado a pensar que la única persona completamente cuerda de la familia era la abuela Juana, maestra de la paciencia y el equilibrio. Años después, cuando vivía con la tía Nena en Punta Brava tuve oportunidad de hablar muchas veces con ella de mil temas, y era una persona muy juiciosa, preocupada por todos y pendiente de todo. Para manejar a abuelo Juan seguramente no podía ser menos.

Cotorra, redes y artes de pesca

Mi abuelo tenía una cotorra que dormía en su jaula y pasaba todo el día libre en el patio. Digna de su especie y condición, repetía hasta la eternidad lo que se le enseñara. No faltábamos voluntarios entre los chiquillos y los adultos para enseñarle groserías y frases que irritasen a la vecina Cary, a la tía Dora, o a la prima Mercedes. Tal parecía que la cotorra disfrutaba el aprendizaje, sabía para quienes eran las frases y entendía sus significados. Abuelo se oponía a que le enseñaran palabrotas y ay de quien fuera pillado en semejante intento.

Como mi mamá visitaba la casa de los abuelos también entre semana, tuve más oportunidad de acercarme al abuelo, que muchas veces estaba en el patio remendando redes de pesca y preparando otros avíos, anudando anzuelos y plomadas en las líneas de pesca, rellenando carretes, preparando boyas y otros enseres.

No sabía pescar ni qué era la pesca, pero me llamó la atención lo que hacía, y en algún momento o le pedí que me enseñara o se brindó para enseñarme. Aprendí a hacer diferentes nudos para anzuelos, atar líneas de nylon y sellarlas con la llama de un fósforo, y comencé a tejer una pequeña red. Manejar la regla y la aguja no era sencillo, sobre todo mantener la distancia entre los nudos de la red, para que fueran todas las celdas iguales. Había muchos trucos y mañas que aprender. Los primeros pasos fueron sin aguja, con la pitilla enrollada en un lápiz, y después abuelo me hizo una pequeña aguja de alambre para que aprendiera a manejarla. Él tenía una aguja de madera, lisa y cómoda que no se trababa al hacer los nudos, pero ya para entonces sabía que las cosas del abuelo no se tocaban.

Por las noches se acostaba temprano, pero no a dormir. Escuchaba en la radio de onda corta los boletines de noticia de La voz de las Américas. Lo sabía, porque poco a poco me gané el derecho de entrar en el cuarto de los abuelos, aunque el abuelo estuviera ya acostado.

Creo que aprendí rápido, logré atar bien los anzuelos, poner bien las calandracas para que no se salieran del anzuelo. Hasta en el pasillo de mi casa hice un criadero con las instrucciones del abuelo que me enseño el suyo, en el pasillo estrecho colindante con la casa de Noelito, cubierto por unos pedazos de papel de techo.

Más de una vez fuimos de pesca a la presa Maurín, en grupo, caminando desde la casa calle arriba hasta el final del pueblo donde estaban las cochiqueras, y más allá atravesando potreros. Una vez nos desviamos y fuimos a dar a la carretera de Baracoa. Se pescaba bastante en ese tiempo, la presa era nueva y el agua limpia. Con los años y el sedimento se hizo más oscura.

El mar

Cuando nací abuelo Juan estaba perdido en el mar. Se estropeó el motor del bote, y estuvo varios días a la deriva, hasta que lo recogió un submarino norteamericano y lo llevó a los Estados Unidos. Tenía parientes en el sur de la Florida que lo ayudaron y regresó. Mi madre me contaba que ella estaba extrañada porque papá no la visitaba, pero nadie le contó la verdad porque estaba en la víspera de su primer parto. Cuando apareció ya había nacido. Nunca me contó sus peripecias, ni le pregunté sobre ello, pero conocía el mar, le gustaba la pesca, la disfrutaba, y creo que más bien le apasionaba.

Abuelo cuidaba a su manera de la familia, visitaba sus hijas, atendía y disciplinaba los nietos. Todos lo respetaban, y no faltaba quien le temiera, porque si la mención de la “hostia” era un aviso, el silencio lo hacía parecer una roca frente al viento.

Mi padre para molestar a mi madre o porque fuera cierto, decía que el abuelo cuando tenía tierras había perdido una cosecha porque lo llamaron para ir a pescar, y dejó mal atados los bueyes que se zafaron estando todavía en yunta y con el arado. Al zafarse y deambular estropearon el cultivo. Cierto o no, lo que es indudable para mí es que al abuelo le apasionaban el mar y la pesca, y creo que ese interés que nació poco a poco en mí al verlo en sus tareas y preparativos, nos acercó.

Una cosa es que te guste pescar, y otra bien diferente que te atrape la pesquería y se convierta en pasión. A quien le gusta pescar, le atrae algo específico, que puede ser el premio que representa una picada o una captura. A quienes nos apasiona nos envuelve el gusto por el juego que significa cada lance, el ardid de las carnadas, lo bien y fuerte que quedó un nudo, el arte de cuándo mover y cuándo dejar quieto el sedal. La pasión se acompaña de silencio, recogimiento, contacto con cada sonido del entorno, con cada burbuja en el agua, con el proceso, más que con el resultado. Llega a convertirse en una manera de ser y estar en el mundo.

¿Comunista?

Con mi padre nos íbamos a forrajear a casa de unos parientes en la zona de Ceiba del Agua. Forrajear tenía un significado especial en la familia de mi padre, que explicaré cuando escriba sobre mi otro abuelo, Perfecto Delgado.

Ir a forrajear consistía para mí en ese entonces, recorrer con mi padre las fincas de campesinos conocidos o amigos para comprar parte de lo que ellos produjeran, por lo general granos o tubérculos como frijoles, maíz, yuca, boniato, malanga, calabaza… Para mí era una fiesta salir al campo y caminar.

Los parientes tenían buenas casas, tractores, autos y camiones. Al parecer vivían bien, del trabajo en sus fincas.

Siempre criticaban al abuelo Juan. Decían que era un viejo comunista, que regalaba todo, que no tenía aprecio por el dinero. Lo decían con mucho rencor, como si les ofendiera que no sacara provecho propio de los demás. Me caían como una bomba. Mi padre, siempre prudente, no hacía comentarios.

Nunca escuché a mi abuelo hablar de política, ni criticar a nadie y menos aún hablar mal de otra persona en su ausencia.

Pesquería inolvidable

Abuelo me invitó a pescar en el mar. Pasó por la casa a recogerme alrededor de las cinco de la mañana. No tenía idea de que yo casi no había dormido esa noche por el embullo que tenía de saber que pescaríamos en el mar.

Tomamos la guagua a Baracoa y nos quedamos en la parada que había tras pasar la curva que estaba después de la casa de Petrona Cribeiro. Esta señora tenía parentesco con la familia de mi abuelo o abuela, la visitaba con mis padres y recuerdo que hacía el mejor chocolate del mundo, sabía que cantidad exacta de sal ponerle a cada jarrito. Fue una notable artesana artista, por el alma creativa y soñadora creo que era pariente de abuelo Juan.

Llegamos al portal de una casa donde abuelo conversó con unas personas, esperamos y al rato llegó un señor a quien compró carnada. Esperamos la siguiente guagua y nos bajamos casi saliendo de Baracoa en la carretera Panamericana, cerca del río Santa Ana, ubicado entre Baracoa y Santa Fe. Así se nombra este arroyo en los mapas, aunque mi abuelo y mi padre lo llamaban por alguna razón que no conozco, río Gómez.

Éramos ahora cuatro, porque en el lugar donde compramos la carnada se nos unieron dos personas mayores más que venían a pescar también.

Caminamos un largo trecho por un yerbazal, hacia el mar, hasta llegar a donde comenzaba el manglar. Entonces caminamos bastante rato bordeando el manglar hacia el río, hasta encontrar un trillo que era como un túnel en medio de la tupida vegetación, cubierto por arriba, por los lados y lleno de raíces y obstáculos para caminar. Todavía era de noche y había que andar con cuidado.

Finalmente salimos al mar, sobre el arrecife, con los primeros claros de la mañana. Abuelo colgó el saco de un mangle, alto, para que se viera de lejos, y entramos en el agua caminado un largo trecho sobre el diente de perro apenas sumergido. Llevábamos lo mínimo: carnada, ensarta, carrete montado para pescar al reboleo. Llegado un punto, abuelo me ubicó en un lugar que sobresalía un poco del agua, me mostró como poner la carnada y me dijo hacia dónde tirar. Él se ubicó hacia adelante a la derecha un buen trecho. Y comenzamos a pescar. Las otras dos personas se ubicaron más lejos y con el tiempo se fueron moviendo de lugar hasta que los perdimos de vista.

Antes de irse a su puesto de pesca abuelo me advirtió que si atrapaba un pez carmelitoso, no lo tocara hasta que él llegase porque en el arrecife había un pez llamado rascacio entre oscuro y carmelita, lleno de espinas que causaban dolor y se acababa la pesca si me pinchaba porque habría que ir al médico.

Pasó un poco rato, y ya tenía mi primera captura, y para mi asombro cuando llegó el pez a mis manos, ya estaba el abuelo al lado mío para ver si no era un rascacio. Así pasó varias veces, hasta que atrapé un pez con los colores parecidos a los que me había dicho y no lo toqué, pero ya estaba otra vez al lado mío y me dijo el nombre de otro pez que no recuerdo. Era parecido al rascacio, pero no tenía púas con veneno. Me dijo que me guiara por ese y así ya sabía cuáles no debía tocar. Y no volvió más.

Al cabo de unas horas, me mostró su ensarta llena, le mostré la mía con seis o siete piezas y me dijo que nos íbamos. Todas eran pequeñas. Pensé que se acababa la pesquería, pero apenas comenzaba. Lo que habíamos hecho era pescar carnada fresca para irnos a pescar en el río.

Volvimos por el mismo túnel entre el mangle, salimos al yerbazal, cruzamos la carretera y la seguimos hasta el puente sobre el río. Al llegar al puente nos detuvimos en el centro y el abuelo me pidió que mirara hacia abajo al agua. Tuvimos que esperar, porque no había nada pero al rato pasó un manto de peces grandes, estirados y brillosos como medio plateados. Esperamos un poco más y los vimos regresar ahora camino al mar. Hacían el recorrido de ida y vuelta en grupo, esa era su rutina y nuestra oportunidad. Creo que me dijo que eran guabinas, aunque no estoy seguro. Me dijo que era buen sitio para pescar, pero había que tener paciencia.

Cruzamos el puente y bajamos por el otro extremo hacia el río. Bajo el puente el abuelo preparó tres carretes con nylon más grueso, y unos anzuelos grandes, ensartó todo lo pescado en los anzuelos, había varios por cada carrete. Lanzó al centro del río y enredó los carretes en una mata de marabú que había cerca de la orilla. Si picaba sonaría.

Merendamos huevos cocidos, su “conserva” favorita. Me dijo que podía intentar pescar en la orilla, en el otro extremo del puente, pero en silencio. Estuvimos varias horas, abuelo hasta durmió un rato tirado a la sombra del puente. Yo no pesqué nada, pero me entretuve con unos peces que se movían en la orilla, por el fondo, como limpia peceras.

Una explosión y luego otra nos despabilaron. Después alguien se lanzó del puente al río, dos o tres hombres, nadaban y hacían algarabía. Se jodió la pesca dije para mis adentros, mientras el abuelo refunfuñaba “hostia, hostia”…

Resultó que unos reclutas trajeron unas bombitas caseras, esperaron a que pasara el manto de peces y las lazaron. Recogieron su botín y se fueron con su música a otra parte. Nos fastidiaron la pesquería.

Guardé silencio el resto del camino de regreso a casa, siguiendo la norma de los primos mayores, “si el abuelo dice hostia, aléjate, o guarda silencio”.

Volví muchas veces a pescar en el arrecife y el río, solo o con mis amigos. Después ya no fue posible hacerlo. Esa zona se transformó completamente en los setenta. El manglar desapareció cuando se construyeron las instalaciones de la Academia Militar Naval, que en la actualidad ocupa la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM).

Graduado

Todo estudio tiene un momento de graduación y yo tuve la mía con el abuelo Juan.

Un día cuando consideró que había aprendido suficiente para mi edad, me dijo que lo acompañara. Nos fuimos al fondo del patio, donde la casa de la tía Luisa y el patio de mi abuelo lindaba con el patio de la casa de la tía Claudina. Allí se guardaban las horquetas de caña brava que se usaban para elevar las tendederas llenas de ropa. Un objeto ordinario y sagrado. Pobre de quien las tocara para jugar o cualquier cosa que no fuera el uso a que estaban destinadas.

Abuelo tomó una vara y le cortó una sección. Con un cuchillo comenzó a tallarla. Había que tener mucha autoridad o autoridad suprema para hacer lo que hizo sin que salieran la abuela, las tías y primas mayores a protestar, y si eras niño la zurra era segura.

El abuelo tenía toda la autoridad del mundo, y nadie la disputaba.

En un rato, con un cuchillo afilado y una lija de papel para los retoques finales salió de sus manos una aguja para tejer redes como la suya, lisa y perfecta. Me enseño como ponerle el hilo, y me la regaló.

Era un regalo doble, la aguja y el aprender a partir de ese día el valor de esa fibra natural, el bambú, con la que pueden hacerse maravillas.

Es uno de los mejores regalos que he recibido en mi vida, un premio en privado, personal, sin alardes, aplauso o fanfarria. Fue además mi primera graduación en el aprendizaje de algo, pues tuve que esforzarme y perseverar para lograrlo.

Un día cualquiera

Un día nada diferente que cualquier otro se presentó en la escuela Ceiba 6 “Yuri Gagarin” donde estaba becado mi tía Herminia, hermana de mi padre. Vino a buscarme porque -me dijo-, tenía un turno para el dentista al día siguiente. Caminamos hasta el entronque con la carretera que va a Vereda para tomar el ómnibus regular a Bauta. Yo iba haciendo planes de lo que haría luego del dentista. Llegando a Bauta me dijo que mi abuelo Juan había fallecido.

El velorio se hizo en la casa, que para mí nunca volvió a ser la misma. No podía pasar por la sala sin sentir que estaba de nuevo en el funeral. No hubo ni padecimiento ni enfermedad que auguraran el desenlace fatal, no hubo despedida. Solo el vacío de la muerte.

Abuela Juana lo sobrevivió muchos años y se apagó poco a poco.

Los dos tuvieron una vida dura, pero no por ello dejaron de sembrar y entregar amor a su paso.

Espiritista

La rutina de los domingos solía alterarse cuando ocurrían dos acontecimientos muy diferentes.

A veces el tío Panchito de iba de caza submarina con sus amigos, y regresaban a la casa pasado el mediodía con sus sacos de boyas, snorkels, caretas, patas de rana, y la captura que se tiraba en el patio para repartirla entre los pescadores.

El patio se llenaba con todo tipo de peces y colores. Recuerdo una vez que cazaron un enorme aguají, dos veces mi tamaño, y algún que otro carapacho de caguama tan grande como los más pequeños de nosotros. Casi siempre había grandes capturas y no faltaba un saco misterioso que se abría y cerraba por algún adulto, quien antes de hacerlo miraba a cada lado, para detectar miradas indiscretas. Nosotros, los chiquillos que hacíamos el coro de la admiración ya sabíamos que de allí saldrían langostas o carne de caguama o carey.

Tío Panchito era un héroe para nosotros. Queríamos imitarlo, y no faltó la oportunidad para que armado de careta, snorkel, patas de rana y una improvisada escopeta submarina que hicimos escondidos mi amigo Jorgito y yo, nos fuéramos de pescadores submarinos a la playa Habana en el poblado de Baracoa. La imitación duró hasta ese día. Tocando la orilla con la pata de rana puesta salió como relámpago una manta raya que estaba oculta bajo la arena, gigante para mí, pequeña en realidad. Ni me rozó, pero el susto me hizo dudar de intentar meterme al agua. Finalmente lo hice, y nadamos en busca de peces. Casi al final de la jornada, nadaba sobre un pequeño arenal y algo en el fondo llamó mi atención por sus colores. Bajé para encontrarme con una delgada morena que se mimetizaba con el fondo arenoso. Ese día salí del agua, convencido de que ese tipo de pesca no era para mí.

El otro acontecimiento que alteraba los domingos era la visita de unas señoras, que venían a ver a mi abuelo frecuentemente. Pasaban a saludar primero, y seguían luego la calle del cuartel loma arriba a visitar otras personas. El saludo era a la vez anuncio de su regreso a la vuelta para una visita más prolongada. Eso bastaba para que abuelo pusiera fin a lo que estaba haciendo, se iba a bañar y componerse para recibirlas cuando volvieran. Eran señoras amables que a mí me caían mal porque fastidiaban mis lides con el abuelo. A su regreso este las recibía en su cuarto, y durante esos encuentros no podía haber ni algarabías ni corretaje de chiquillos por la casa.

Primero a los primos mayores, y después a otras personas parlanchinas las escuché comentar que el abuelo se comunicaba con el más allá, que era espiritista, curandero, que tenía habilidades que no todos tienen y que adivinaba cosas del futuro, … que “sabía”. Gente mayor y más seria, a lo largo de mi vida, cuando se daban cuenta que era “nieto de Juan Díaz” me hablaban con admiración de sus “poderes”. Pasados los años, la leyenda vive entre quienes le conocieron. Hace apenas unos días, una vecina de mi abuelo, madre de uno de mis mejores amigos, cuando le comenté de las bromas que le hacíamos de niños para que la cotorra le dijera cosas, no pudo evitar comentarme con admiración “Juan Díaz. ¡Ese sí que sabía y decía la verdad! ¡Hasta el viejo Gustavo tuvo que reconocerlo!”

Abuelo Juan nunca hablo conmigo de ese tipo de asuntos. Quizás no lo hizo porque era su norma moral no hablar ni alardear; quizás porque no eran temas a tratar con un niño o adolescente; quizás por respeto a mi padre que no creía en nada; o quizás, -nunca se sabe-, porque sus poderes eran reales y le permitían ver que no valía la pena tratarlos con un naciente espíritu racionalista como el mío, que se resiste a creer.

Me enseñó a hacer redes, nudos, agujas para tejer redes, tener criaderos de calandracas, y me hizo beber de la fuente de alegría que es sentir pasión por la pesquería. Cuando tienes esa pasión no importa si hace frío o calor, lluvia o sol que raja las piedras, no molestan ni los mosquitos ni la llovizna, incluso no importa si pica o no pica, si capturas o no capturas un pez. Lo disfrutas desde que comienzas a pensar en irte de pesca, porque la pasión nace de tus sueños y a tus sueños te devuelve.

Suelo tener en mi auto una vara de pescar y carnada artificial. A veces, cuando no tengo prisa, o cuando vuelvo cansado del trabajo el agua me llama. Al pasar por alguna de las presas que están en el nivel de la autopista, giro, parqueo y me pongo a pescar. Tras un rato llega el momento del silencio, donde se escuchan todos los pequeños ruidos del entorno, nada te distrae, vuelan las ideas, se ahogan los conflictos, cesan las preocupaciones y se alcanza el éxtasis que todo apasionado de las pesquerías conoce y busca.

Como parte de ese encantamiento, siento que el abuelo también espera la picada y me acompaña.

Carlos J. Delgado
24 diciembre 2022

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17 comentarios en “Abuelo Juan”

  1. Que buen relato de mi bisabuelo Juan, había escuchado sobre que se perdió en el mar, apareció en los EEUU y luego regresó con los suyos (abuela Migdalia hacía ese cuento) pero vaya de historias que no conocía, muy buenas anécdotas.

  2. Jorge Luis Diaz Diaz

    Puse la nota del periódico «Perdidos en el mar» y una foto de abuelo a sus 19 años en el post de Facebook

  3. Jorge Luis Díaz Díaz

    Excelentes memorias Carlos. No sólo por lo bien escritas sino porque además de ser tú visión personal del abuelo Juan, muchas de ellas son las de nosotros tambien, al menos las mías. Sin dudas toda una leyenda familiar el abuelo. Yo que por ser de los más chiquitos de los primos, mis recuerdos no son tantos pero si muy claros. Me parece verlo sentado en el patio con su mítico cuchillo pelando cañas y metiendo los palitos en en una bolsita de plástico para luego repartirlo entre sus nietos. Ese mismo cuchillo con que me fabricaba en época de juguetes una carretica a las que se le amarraban dos botellas en el lugar de los bueyes. Tengo por algún lugar la nota y la foto que salió en el periódico sobre lo que cuentas cuando se perdió en el mar. A ver si después se la agrego a este comentario.

    Gracias por el escrito y por compartir. Después se lo enseño a tu tío Panchito para que lo lea (Ya lo está leyendo 😉

    1. María e santoya Diaz

      Bellos recuerdos primo yo disfrutaba todos los domingos coger el tren que pasaba por Bauta o en la 99 para comer con ellos y pasar por la casa de todas las tías y siempre comer algún dulce. Fue una infancia feliz poder correr de casa en casa ya que vivíamos en un 5to piso desde que nos bajábamos de la guagua era saludando a todos los conocidos de mi mamá. Le decíamos la lechera paraba en todas las casas de conocidos que eran bastantes.

      1. Si, era un recorrido esperado por nosotros también. Tu mamá era de las tías con la risa en la boca y el buen ánimo. No sé cómo podía manejarlos a todos ustedes.

    2. Hola, hermosas palabras mi tío, extraordinarias como todo lo que escribes. Evidentemente no conocí al abuelo Juan, pero mi abuela Migdalia hablaba mucho de su padre y de la anécdota de cuando estuvo desaparecido en el mar. Muchas gracias, excelente regalo de Navidad!!!

  4. Carlos: llegando desde fb tuve hoy mi mejor regalo: leer estás notas tuyas, me gustaron mucho y ojalá pueda leer la del abuelo Perfecto, esto me lleva a recordar las celebraciones en su casa los días 24 y junto con ello el recuerdo de nuestro primo Roberto, el gordo, q hoy estuviera de cumpleaños. Gracias!

  5. MARAVILLOSO E INTERESANTE,REFLEJANDO GRAN HABILIDADPARA USAR LAS PALABRAS COTIDIANAS, LAS QUE USAMOS TODOS LOS DIAS .
    ME PARECE GENIAL QUE HAYAS TRATADO UN TEMA TAN SENSIBLE COMO LO ES LA FAMILIA , Y LA EDUCACION , REFLEJADO EN TU PERSONA .
    BELLOS RECUERDOS DE NUESTRA NIÑEZ . AHORA TE TOCA SER EL ABUELO Y CONTINUAR LA OBRA , ESTOY SEGURA QUE YA LO HACES , AH ME ENCANTA LA PESCA .UN ABRASO .

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