Hace varios días se comentó en la televisión cubana la posibilidad de que terminara la cuarentena en Bauta. El 30 de agosto El Artemiseño informó las medidas de estricto cumplimiento en Bauta luego de la cuarentena. Todas muy razonables y evidentes en su necesidad.
Después de un mes y días de cuarentena salgo en la mañana con la intención de comprar algo, y me encuentro con que se puede salir de la casa, pero no se puede salir del poblado hacia ninguna parte. Esto último no me quedó claro cuando leí las medidas publicadas. Le pregunto al oficial de la PNR ubicado en el retén, quien muy atento se limita a decirme que cumple órdenes, la vía estará cerrada todavía una semana o quizás más. No sabe cuánto.
Es una sorpresa desagradable. En el barrio mucha gente no lo entendió tampoco y circula todo tipo de rumores. Caigo en cuenta al releer que si lo dice, pero no con la claridad que lo haría evidente, pues ninguna medida anunciada establece con nitidez que un auto particular o una persona andando no podrá salir del perímetro, ni a visitar a alguien ni a comprar algo que necesite en alguna finca cercana. Al final me queda claro: hemos entrado en una etapa sin cuarentena con casi las mismas restricciones, no hay comercio y no hay movilidad fuera de la localidad. ¿Por cuánto tiempo? Todavía no me queda claro.
Regreso y camino un poco, todo está cerrado, solo una tienda vendía algo, no pregunté qué, ni si era en dólares o cuc. Había poco público y estaba organizado, con algo de distanciamiento. Un poco más adelante en la avenida 247, varias personas compraban algo líquido que vendían desde una pipa. En ese caso, las personas apiñadas, sin distanciamiento.
Los comercios cerrados y la imposibilidad de acceder a alimentos y otros bienes es un problema serio luego de cinco meses de contingencia y un mes de cuarentena. Las reservas se agotan, imagino que en muchas casas ya estén agotadas. En el mes de cuarentena una vez pude comprar viandas que vendían en un bicitaxi, dos veces vendieron en cuc comestibles, una vez, también en cuc aseo, más la cuota de la libreta. A veces algo de pan.
Me temo que mientras las reservas se agotan, y la «sin cuarentena con restricciones» se mantenga, las incertidumbres y las indisciplinas crecerán.
Por el momento, pocas personas en las calles, pero para mi sorpresa, algunas con el nasobuco como collar.
Regreso a mi casa, el calor es intenso.
Al caer la tarde me animo a estirar las piernas y hacer unas fotos. Ninguna medida dice que se pueda, pero ninguna lo prohíbe, de modo que adopto la lógica de que lo que no está prohibido está permitido, y salgo.
Me muevo de la periferia al centro y de vuelta. Arriba, el cielo espléndido con contrastes de azul y blanco. Abajo los contrastes habituales del poblado, calles sucias con amontonamiento de basura y calles limpias y ordenadas. Todas bajo el mismo cielo espléndido.
Ahora el ambiente está más animado, hay más personas en las calles, conversan con sus vecinos, los niños juegan en las calles, los nasobucos están presentes, la mayoría donde deben estar y de modo preocupante para mí, los hay abundantes, que están en cualquier lugar de la cara, colgando de una oreja, debajo de la nariz, de collar, … No tomo fotos de las personas por razones obvias.
Más adelante hay una patrulla, con un policía en la acera, mientras por la acera del frente viene una señora con prisa, camina-corre… pasó por el lado del policía aprovechando que este se volteó al otro lado, pues va sonriente, sin nasobuco, y diciéndonos a los que estábamos de frente «…hay mi madre, estoy loca, salí sin nasobuco…»
La persona no la conozco, la sonrisa nerviosa sí. La conozco muy bien, pues es típica de los que van en bicicleta, doblan a la izquierda en una vía central, contrarios al tráfico, y al percatarse que casi impactan un auto, le regalan esa misma sonrisa al chofer … una especie de disculpa del niño que todos llevamos dentro. En fin, algo desagradable y humorísticamente humano. Tan humano, que les puede costar la vida, a los ciclistas imprudentes y a la señora.
Los niños parecen la excepción. Me encuentro algunos en bici, y otros más pequeños jugando en círculo tomados de la mano, todos con nasobuco, mientras mamá o tía, limpia el portal sin barandas, … por cierto ella, sin nasobuco. Pienso en decirle algo, pero ya me miró raro cuando me vio haciéndole una foto al cielo, así que mejor, no, pues si le digo algo, seguro me va a ripostar que está en su casa …
Lo más preocupante es que me encuentro alternativamente en algunos lugares grupos de infractores, unos jóvenes, otros maduros, y otros de edad más avanzada. Los grupos de edades son diferentes, también los lugares donde están, pero comparten la misma desfachatez de no cumplir en absoluto con el distanciamiento social, mientras cumplen con el nasobuco «a la my love», o más exactamente en criollo callejero: «alamailof». En una palabra, o no se acuerdan o les importa un comino: unos lo tienen bien puesto, otros colgantes, otros ninguno, y en todos los grupos lo mismo, una conversación rica, animada, quizás sobre pelota aunque no estemos en temporada… Gritan, gesticulan, mientras intercambian generosamente las gotículas de saliva en sus aerosoles… En estas gentes la percepción de riesgo sigue con tendencia al menos infinito.
Llego a los dos cajeros automáticos. Para mi sorpresa están podridos de churre, acumulado en sus alrededores y en los dos ATM. Es churre viejo.
Cada usuario se lleva en sus manos con el dinero un bono de polvo y quizás de algo más.
Recuerdo que en marzo había una persona que limpiaba cada equipo con solución clorada o algo semejante, mientras se mantenía el servicio. En lo que hice la cola los limpió como tres veces. Ahora no hay nadie. No es posible que las autoridades no notasen todavía la situación actual, porque los dos cajeros están ubicados en el Banco Popular de Ahorro, a escasos metros de oficinas administrativas locales.
¿Deberían los dos únicos cajeros automáticos en una población como esta tener mayor higiene como medida básica de protección de las personas? La lógica más elemental me responde que sí.
Sigo por la carretera central, que está casi vacía y limpia.
Un poco más adelante me encuentro la panadería que está ubicada en esa vía, frente al Banco de Crédito y Comercio. La reja y la puerta están entrejuntas. Hay alguien dentro, y fuera un cartel, de esos que merecen premio al mal gusto, al maltrato y a la falta de respeto.
El mensaje es claro: Quien pregunta en esa panadería si venden pan, molesta. Quizás ya no sea una panadería, o esté produciendo para otro servicio, no sé, pero el cartel está mal, es una pieza maestra de la peor comunicación posible. No puede ser más ilustrativo del desprecio al resto de las personas que buscan un alimento básico.
Casi llegando al final del camino, a la altura del cementerio, escucho una voz de mujer que desde alguna casa le grita a alguien un dicho modificado por ella:
«Y ya, muerto el perro se acabó el problema»…
Seguramente la persona ni me ha visto ni tiene idea de en qué vengo pensando, pero su dicharacho mal dicho me despierta a la realidad.
Me resisto a creer que llegar a destiempo a las habitaciones oscuras del hospedaje permanente reservado para los bautenses en la calle «Maceo sin número» sea la solución a los problemas de las personas en esta localidad…
Y sin embargo, hemos salido de un mes de encierro para comprobar que el abandono, los servicios deficientes, la falta de higiene, la incomunicación, la indisciplina y la indolencia continúan siendo parte de nuestra «normalidad». Una vieja normalidad que conduce por la pendiente a la muerte en tiempos de COVID-19.
Continúo mi camino y me alejo de la pendiente, con el sol a la espalda. Intento una foto a contraluz, y me sorprende de nuevo el típico contraste del claroscuro bautense.
Arriba el cielo espléndido en sus luces, y abajo no tanto.
Carlos J. Delgado
31 agosto 2020